
Deer Valley, ese rincón sagrado en las montañas de Utah, ha sido durante décadas un santuario para quienes entienden que esquiar es más que un deporte: es una danza sobre la nieve, un ritual con el invierno. Hoy, ese santuario se expande, se reinventa, y lo hace sin perder ni una pizca de su esencia. Porque crecer, cuando se hace con elegancia, es también un arte.
La temporada 2025/2026 marca un antes y un después. Deer Valley se transforma y florece. Como un bosque cubierto de escarcha que, de pronto, revela nuevos senderos entre los árboles, el resort presenta su nueva cartografía invernal: una obra maestra pintada a mano por el artista Rad Smith, donde la realidad y la belleza se funden en cada línea, en cada trazo de montaña. Una promesa visual de aventura y asombro.
El corazón late más rápido al ver las cifras: siete nuevos telesillas, ochenta nuevas pistas, más de 4,300 acres de terreno esquiable. Pero en Deer Valley, los números no gritan; susurran. Cada nuevo sendero es una invitación a perderse, a deslizarse con la gracia de quien respeta la montaña. Desde las cumbres recién integradas de Park Peak y Big Dutch Peak hasta las curvas suaves del Green Monster —una joya verde de 4.8 millas que serpentea desde la cima hasta la base—, todo ha sido diseñado para acariciar el espíritu del viajero.

La nueva East Village, conectada al corazón del resort por una góndola de diez pasajeros, no es solo una base; es una bienvenida al futuro. Allí donde antes terminaba la experiencia, ahora comienza otra. Desde Keetley Point hasta Pioche Point, el terreno se entrelaza como los versos de un poema que crece sin perder su métrica. Los principiantes encuentran suaves descensos como abrazos, y los expertos, pendientes que desafían cuerpo y mente. Pero todos, sin excepción, encuentran belleza.
Lo asombroso de esta expansión es tanto su escala como su fidelidad. Porque Deer Valley sigue siendo Deer Valley. La atención al detalle, la hospitalidad refinada, el silencio que envuelve la montaña después de una nevada… todo permanece. Y eso, en un mundo donde el crecimiento suele ser sinónimo de ruido, es un logro que merece celebrarse como se celebra la primera caída de nieve: con asombro silencioso.

Pasear por el resort hoy es como hojear un libro que creíamos conocer de memoria, y descubrir un capítulo inédito, luminoso, necesario. Los días aquí comienzan con un suspiro blanco y terminan con una copa junto al fuego, mientras la piel aún guarda la memoria del viento. Los esquiadores vuelven a casa con las mejillas encendidas y el alma ligera, como si cada pista descendida les hubiese devuelto algo que ni sabían que habían perdido.
El futuro se asoma con timidez en los planes para Hail Peak y South Peak, donde nuevos senderos ya sueñan con ser descubiertos. Pero Deer Valley no tiene prisa. Su crecimiento es como el de un árbol antiguo: lento, fuerte, hermoso. Cada expansión es pensada, cuidada, respetuosa con la montaña que la sostiene.
Y así, este resort que ya era leyenda, se convierte en un universo aún más vasto, sin dejar de ser íntimo. Una paradoja que solo lugares como Deer Valley pueden sostener con naturalidad. Porque cuando el lujo se une con la naturaleza, cuando la aventura se viste de elegancia y el invierno se convierte en un arte, nacen destinos se sienten, que se recuerdan, que se llevan puestos, como un abrigo invisible hecho de nieve y emoción.
