Santuario de silencio en Bora Bora

El azul tiene muchas formas de decirse en Bora Bora, pero en The Westin, cada tonalidad es un suspiro. Despertar allí es como emerger lentamente de un sueño de agua: todo es terso, envolvente, sereno. Mi bungalow flotante, suspendido sobre la laguna como si temiera perturbarla, se convirtió en un santuario de silencio, un altar donde el tiempo no apremia y el alma respira.

Los ventanales abiertos al infinito me regalaron cada mañana un ballet de luz líquida. El sol, como una caricia tibia, filtraba destellos dorados que jugaban sobre las sábanas, sobre mi piel, sobre el leve movimiento del agua bajo mis pies.

Bora Bora es una isla que se da por completo, sin reservas, pero The Westin la interpreta con elegancia contenida, con un respeto casi sagrado por su entorno. La arquitectura se funde con la naturaleza: madera, piedra, cristal, tejidos nobles. Todo parece surgir de la tierra, como si el hotel hubiera sido sembrado, no construido.

El desayuno en la terraza fue un ritual diario: frutas que aún sabían al sol que las maduró, pan recién horneado, jugos que tintineaban como joyas líquidas. Me sentaba descalza, dejando que la brisa jugara con mi cabello, mientras las montañas se dibujaban al fondo como un sueño verde sobre la inmensidad turquesa. Había algo hipnótico en ese equilibrio: lo sencillo elevado a arte.

Las jornadas se deslizaban sin urgencia. Floté en la laguna como una hoja suelta, con los corales y los peces escribiendo coreografías bajo mi cuerpo. Caminé por jardines donde las flores parecían pintadas a mano, vibrantes, perfectas. Y dejé que mis pasos me llevaran al spa, escondido entre palmeras, donde las manos de una terapeuta tahitiana me devolvieron al cuerpo con aceites cálidos y aromas que olían a tierra mojada y a mar recién abierto.

En las noches, The Westin se vuelve un templo de sombras suaves y luces que no buscan deslumbrar, sino guiar. Las cenas a la luz de las velas, frente a una laguna que refleja la luna como un espejo silencioso, eran casi místicas. Platos que homenajean el mar, el coco, la vainilla; una cocina que respira al ritmo del lugar y honra la tradición sin perder la sorpresa. Cada bocado era una conversación con la isla.

The Westin Bora Bora fue para mí una pausa en la marea del mundo, un paraíso suspendido entre el cielo y el agua.


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