
A Sparkling Affair fue una fiesta de la vida, del vino y del encuentro, organizada por el Consorcio Prosecco DOC y Gambero Rosso, bajo el tibio sol de la Ciudad de México, que ese día decidió brillar con un dejo italiano.

Todo comenzó en un salón iluminado por copas centelleantes. El tiempo se diluyó entre notas de manzana verde, flores blancas y ese frescor que solo el Prosecco sabe regalar.
Guiados por la voz sabia de Marco Sabellico, editor jefe senior de Vini d’Italia, fuimos desgranando el alma de once etiquetas que revelaban las mil caras del Prosecco DOC: desde la austeridad elegante del Brut hasta la caricia sutil del Rosé. Cada sorbo era un pasaporte a las colinas de Treviso, a los viñedos abrazados por la brisa adriática. Era Italia servida en cristal.
Los nombres de las bodegas aún resuenan como una sinfonía: Antonutti, Cantine Maschio, Casa Paladin, La Marca, Mionetto, Le Rughe, Sartori di Verona, Tenuta San Giorgio, Viticoltori Ponte, Zonin… cada una contando su propia versión de la misma historia espumosa. Cada etiqueta era una declaración de amor a la tradición y a la modernidad. Un juego de contrastes, un poema efervescente.
Y cuando la tarde comenzó a vestirse de dorado, A Sparkling Affair cambió de piel. Se volvió celebración, música, risas, un brindis colectivo por los placeres que hacen que la vida valga la pena. El escenario: Esca, esa joya escondida en el corazón palpitante de Roma Norte. Una embajada de Italia en México, donde los sabores no hablan, cantan. Fundado por el visionario Grupo Becco, este espacio respira estilo, sofisticación y esa chispa de la dolce vita que se cuela entre los platos y las paredes.

El chef Tobías Petzold tejió bocados como si fueran versos: pequeños canapés de inspiración mediterránea, tan frescos y precisos que parecía que hubieran sido esculpidos por la brisa del mar Tirreno. Cada uno acompañaba a la perfección las burbujas doradas del Prosecco, como si hubieran sido creados para bailar juntos, ligeros e inevitables.
La noche cayó sin anunciarse, envuelta en el murmullo suave de conversaciones felices, de copas que se rozaban como promesas, de miradas cómplices entre desconocidos que el vino había vuelto amigos. El Prosecco, más que una bebida, fue el hilo invisible que tejía encuentros, el cómplice silencioso de la alegría.
Esta fue una pintura impresionista servida en copa. Una sinfonía hecha de espumas y acentos italianos, donde cada instante se vivió con la intensidad de lo efímero. Como las burbujas: ligeras, ascendentes, perfectas en su fugacidad.