Un poema isleño: Rangiroa

Un destino donde del mundo donde la realidad parece doblarse sobre sí misma para volverse etérea, liviana, casi irreal: Así es Rangiroa, un collar de islas dispersas sobre el pecho inmenso del Pacífico. Y en el corazón de esa joya líquida, el Hotel Kia Ora se alza —o más bien, se posa— como una promesa cumplida de paraíso.

Desde el primer instante, el tiempo cambia de ritmo. Ya no avanza; flota. El recibimiento en Kia Ora no es formal, es sentido. Como si los jardines de frangipani y las aguas turquesa te conocieran de antes. Como si este trozo de Polinesia, con sus techos de palma y sus senderos de arena blanca, te estuviera esperando.

Mi bungalow se abría directamente a la laguna, y al cruzar la puerta, el azul me abrazó con una fuerza casi espiritual. No era solo el color: era la textura del silencio, la profundidad de la calma. El vaivén del agua contra los pilotes, el rumor de las hojas mecidas por una brisa de otro siglo, el murmullo de un mundo sin prisa. Despertar ahí es un acto de gratitud. El mar entra por los ventanales, la luz dibuja formas suaves sobre las sábanas, y cada mañana es una página en blanco escrita con sal y sol.

La gastronomía en Kia Ora es un poema servido en platos de coral y sonrisa. Cada comida es un viaje sensorial que honra la riqueza del mar y la delicadeza de la tierra polinesia. Uno de los momentos más memorables fue probar el atún fresco con coco: crudo, tierno como un susurro, marinado con lima y leche de coco recién rallada, una combinación que baila entre lo salado, lo cítrico y lo cremoso con una armonía que sólo puede nacer en estas islas. El sabor es puro, profundo, como si cada bocado contuviera el alma del océano. Todo servido bajo una pérgola de palmas, mientras el horizonte arde en tonos de mango y coral.

Una tarde, tomé una bicicleta y pedaleé por el borde de la isla, donde los cocoteros se inclinan hacia el mar como queriendo contarle secretos. Otras, simplemente floté en la piscina infinita del hotel, mirando cómo el cielo se fundía con el agua, sin saber dónde terminaba uno y comenzaba el otro. Algunas noches, las estrellas colgaban tan bajo que parecía posible alcanzarlas con un suspiro.

Kia Ora es una ceremonia, un canto a la naturaleza, una invitación a reconectar con lo esencial. Es el azul convertido en emoción, el lujo entendido como autenticidad, el descanso no como pausa sino como encuentro. Hay sitios que se recuerdan. Kia Ora se lleva en la piel, como el perfume de una flor que jamás se marchita.


Leave a comment