
Hay rincones en la ciudad que parecen existir fuera del tiempo. Lugares que se revelan al ritmo de la intuición, como si el instinto reconociera la belleza antes que la razón. Así encontré Yoru, en el corazón palpitante de la Condesa: un santuario urbano donde Japón se destila en gestos mínimos, sabores puros y silencios cargados de intención.
El espacio, íntimo y preciso, está hecho de madera que respira calma. Todo está medido, pero nada es rígido. Hay una cadencia en Yoru, como si cada movimiento —desde el corte de un pescado hasta la entrega de un handroll— formara parte de una ceremonia tácita, casi sagrada. Aquí se viene a observar, a entregarse, a dejar que el sabor hable más que las palabras.
Observé las manos del itamae eran precisión y poesía. Enrollaba, cortaba, ensamblaba, con devoción. El primer bocado fue un handroll de toro con arroz tibio y alga crujiente. El mar graso y perfecto del atún acariciaba el paladar, y por un momento, la ciudad desapareció.

Siguieron nigiris que parecían pequeñas joyas comestibles. De kampachi, de anguila, de salón. Cada uno, una historia contada en japonés susurrado: equilibrio, temperatura, textura. Nada sobraba, nada faltaba. Incluso la soya —aplicada con una delicadeza casi espiritual— parecía parte del pescado. El wasabi despertaba y el jengibre invitaba a tomar otra mordida.
Entre los pliegues de la tarde, llegó a mí un tazón de matcha espeso, ceremonial, con ese tono verde profundo que parece contener siglos de tradición en cada sorbo. Era terroso, vegetal, casi meditativo; el contrapunto perfecto a los sabores intensos que lo habían precedido. Probé un handroll de salmon skin, crujiente como la brisa invernal, con un dejo ahumado que persistía suavemente en la lengua. Luego, una joya inesperada: anguila templada coronada con foie gras y un susurro de trufa. Cada bocado era un diálogo entre el agua y la tierra, entre lo untuoso y lo umami, entre lo sutil y lo sublime. Fue un acto final sin estridencias, como un último acorde que flota antes del silencio.
La experiencia fue breve, pero no ligera. Al salir, la Condesa volvió a rugir con sus luces y su ruido de la noche que estaba por llegar. En esta vibrante zona de la Ciudad de México, Yoru es un respiro preciso en medio del caos; un haiku enrollado en un handroll.
