Desde Victoria con Amor

Entre las aguas azuladas del estrecho de Juan de Fuca, donde el tiempo parece detenerse y la historia se entrelaza con la naturaleza en su forma más pura, se erige el Fairmont Empress, un bastión de elegancia en el corazón de Victoria, la joya de la isla. Esta ciudad, cuya serenidad invita a la calma, me acogió con los brazos abiertos, como si el destino hubiera conspirado para que mi alma se sumergiera en su belleza atemporal.

Al llegar, el hotel me recibió con su arquitectura imponente, una mezcla perfecta de grandeza y nostalgia. Los muelles que antaño recibieron los barcos de viajeros intrépidos ahora observaban en silencio, como guardianes de secretos que solo el paso del tiempo puede desvelar. Cada rincón del Fairmont Empress me hablaba con suavidad, como un susurro que me invitaba a descubrir los relatos que sus paredes habían guardado durante más de un siglo.

Mi impactante suite en el hotel, impregnada de una elegancia discreta, me sedujo con vistas privilegiadas del puerto, donde las aguas tranquilas reflejaban la luz dorada del sol. Aquí, rodeada de lujo y confort, me sentí como si el tiempo fuera un convidado ajeno, lejano de las prisas y las rutinas del mundo exterior. Y así, cada día comenzó y terminó con el abrazo invisible de un lugar que, por su belleza y su historia, me envolvía como si fuera parte de él.

Explorar Victoria fue un viaje sensorial. En bicicleta eléctrica, recorrí los senderos que serpentean entre los parques y jardines, respirando el aire fresco del océano, que acariciaba mi piel con una dulzura indescriptible. Visité el pintoresco Fihserman’s Wharf y exploré la magia histórica del hermoso castillo Craigdarroch. La ciudad se desplegaba ante mis ojos en un ritmo pausado, como si cada calle y cada rincón estuviera diseñado para invitarme a detenerme, a observar, a absorber cada detalle. Los jardines de Butchart, con su esplendor natural y arboles repletos de flores rosadas, se convirtieron en un refugio de paz.

Por la tarde disfruté de un delicioso fondue de queso y chocolate en el restaurante Veranda, al aire libre y junto a una acogedora chimenea. El aire fresco de la isla se mezclaba con el calor de las llamas, mientras el queso cremoso y el chocolate dulce se deslizaban sobre el paladar, creando una combinación perfecta de sabores y sensaciones. El ambiente íntimo y relajado, rodeado de la belleza natural de Victoria y con vistas al Parlamento de la ciudad, hacía de cada bocado un momento de pura indulgencia, donde el tiempo parecía detenerse y todo se centraba en el placer de la comida y la compañía.

En las noches, regresé al Fairmont Empress, como quien vuelve a su hogar después de un día de aventuras. Aquí, el restaurante Q at Empress me ofreció un festín de sabores, donde la frescura del Pacífico Noroeste se fusionaba con la tradición culinaria de la región. Cada plato, elaborado con los mejores ingredientes locales, me invitaba a saborear la historia de esta isla a través de sus sabores. Como si cada bocado fuera una oda a la tierra y al mar que rodean a Victoria, una experiencia sensorial que resonaba en mi memoria.

Al mirar el sol que se ponía lentamente sobre el puerto, su luz tiñendo el cielo y la majestuosa fachada del Parlamento de tonos dorados y rosados, me percaté que Victoria es un lugar que se vive, que se siente en cada rincón, en cada encuentro, en cada momento suspendido en el tiempo. Aquí, el Fairmont Empress, con su legado, su lujo y su conexión con la historia, se convirtió en mi refugio en este viaje a través del tiempo y la naturaleza, un hogar efímero que permanecerá en mi memoria, siempre.


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