Desde Le Bora Bora con Amor

En uno de los destinos más paradisiacos del mundo, el azul se vuelve verbo. No un color, sino un lenguaje, una forma de respiración lenta y profunda. Así es Bora Bora: un lugar que se vive y se explora con el alma. Se camina con los pies descalzos sobre la luz, se mira el horizonte como quien mira un antiguo sueño, y se aprende, verdaderamente, a estar.

Llegar a Le Bora Bora by Pearl Resorts fue como regresar a un lugar que no sabía que añoraba. El breve trayecto en lancha desde el aeropuerto, apenas diez minutos, me hizo atravesar no solo una laguna, sino un umbral invisible. Frente a mí, el monte Otemanu —silencioso, magnético— emergía como un dios antiguo, vigilando la calma líquida que lo rodea. Todo aquí parecía en su sitio desde siempre: el rumor del agua, las palmeras que bailan con el viento, el sol acaricia.

El resort descansa sobre Motu Tevairoa, un islote con nombre de caracola, entre jardines tropicales que huelen a tiaré y bungalows que flotan sobre el mar como si fueran parte de él.

Las villas, algunas escondidas entre árboles y otras acariciadas por la espuma, tienen techos de pandanus y maderas nobles que narran una arquitectura con raíces, orgullosa de su identidad. Aquí, cada espacio tiene alma polinesia. Me enamoraron los detalles auténticos: artesanías tejidas a mano, colores que repiten el canto del atardecer, y esa sutil danza entre naturaleza y diseño que solo ocurre cuando el hombre no interrumpe, sino acompaña.

Entre esos placeres cotidianos, la cocina se ofrecía como un homenaje generoso a la mezcla. En el Otemanu Restaurant, los desayunos parecían fiestas de luz, frutas y sonidos lejanos. Desde allí, el monte vigilaba en silencio mientras el pan crujía y el café susurraba promesas de mar. Las noches, en cambio, eran lentas y envolventes. Bajo un cielo sembrado de estrellas, la cena tomaba el ritmo pausado de la isla: pescados frescos, especias suaves, vinos que parecían besos, y los viernes, un festín vibrante de danzas, tambores y platos que contaban leyendas de los Maohi. El Miki Miki Restaurant, junto a la piscina, era mi refugio sin horarios. Allí, entre bocados de poisson cru y ensaladas llenas de color. La vida, en este rincón del Pacífico se deja llevar por el ritmo del agua.

Le Bora Bora en medio de esa belleza surreal, es miembro de Relais & Châteaux, esta colección que nos asegura elegancia invisible. Más que un sello, es una filosofía: la atención sin ostentación, el servicio que se adelanta sin interrumpir, el arte de recibir con calidez sincera. Le Bora Bora ofrece pertenencia. Uno aquí se siente parte de un ritual antiguo, un visitante bienvenido a una tierra sagrada. Porque en Bora Bora, lo real y lo soñado caminan de la mano.

Una mágica mañana salimos con Toa Boat, cruzando la laguna en un barco que parecía flotar sobre un cristal encantado. El silencio era apenas roto por el deslizar del casco y alguna risa contenida de emoción. Navegamos hacia aguas más abiertas, donde los tiburones de punta negra nos esperaban con esa elegancia antigua que sólo la naturaleza puede enseñar. Nadar con ellos no fue un acto de valentía, sino de rendición: al miedo, al asombro, a la inmensidad. Después, desembarcamos en una isla privada donde el tiempo se detenía. Frente a nosotros, el monte Otemanu recortado contra el cielo. Almorzamos sobre la arena, bajo la sombra de una palmera, mientras el mar seguía su conversación turquesa a pocos pasos – una experiencia inolvidable.

La Polinesia Francesa es un susurro prolongado. Son más de cien islas dispersas como perlas sobre el mar, cada una con su acento, su tambor, su flor. Bora Bora, con su laguna que encierra un misterio que no se nombra, pero se siente, es la tierra de un azul irrepetible.


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