
El arte culinario, cuando nace de la pasión y se sirve con intención, tiene el poder de transportarnos, de conmovernos como lo hace una obra maestra o una sinfonía. En cada plato bien pensado habita una historia, un territorio, una emoción. Degustar se vuelve entonces un acto íntimo, casi espiritual, donde los sabores se entrelazan con los recuerdos y el presente se vuelve más vívido, más profundo. Fue con esa disposición —la de entregarme al asombro— que llegué a Rocasal.
Desde el primer instante, el entorno se siente como un refugio para los sentidos. Hay algo en sus muros de lava, en la calidez elegante de su interior, que invita a quedarse más allá de la prisa. La luz tenue, los detalles cuidados, el murmullo suave de una conversación cercana… Todo está dispuesto para que el alma respire. Y en el centro de esta sinfonía está ella, la chef Atala Olmos, orquestando una cocina donde lo contemporáneo coquetea con la raíz, donde la creatividad se expresa con respeto por lo que fue.

Abrí el paladar con un ceviche de pescado blanco al estilo Thai, donde cada bocado era una ola suave que llegaba desde un mar lejano. La leche de coco envolvía el pescado con dulzura tropical, mientras el chile serrano rojo, en finas láminas, aportaba un destello de fuego controlado. Había en ese plato una armonía casi imposible: frescura, picor, caricia y carácter. Después, los pimientos del padrón llegaron como pequeñas promesas crujientes, bañados en sal de mar.
El taco de jaiba suave fue una revelación: la hoja santa perfumaba la tortilla como si la tierra misma respirara en cada mordida, y la mayonesa de cilantro se fundía con la picardía de la salsa de chiltepin, creando un equilibrio entre lo salvaje y lo sublime. Era un platillo que hablaba con acento mexicano pero con alma universal.

Y entonces llegó el platillo llamado ‘Nuestro Filete’. Un plato que parecía elaborado con la paciencia del arte y la pasión del deseo. El foie caramelizado era pura lujuria sobre carne perfecta, la salsa de oporto aportaba profundidad como una mirada larga, y la crema de bacon… era la nostalgia en forma de sabor.
El postre fue un epílogo perfecto: cacao y cardamomo se unieron como dos amantes que se entienden en silencio. Era oscuro, perfumado, profundo. Cada cucharada era un poema breve que se derretía en la boca y dejaba un eco cálido en el alma.
Mi experiencia en Rocasal fue una conversación entre el fuego y la tierra, entre el presente y la tradición. Un rincón donde el arte de cocinar se vive con dignidad y ternura, donde lo orgánico no es una etiqueta, sino una filosofía.
