
Entre los murmullos elegantes del recién inaugurado hotel The Hive de la Colonia Nápoles, abrió sus puertas un santuario para los sentidos: Alinna. Este nuevo templo de la cocina de autor despierta con la mirada audaz del chef Pablo Palomo y la sensibilidad líquida de Elizabeth Cruz, alquimista de vinos y emociones. Entrar a Alinna es sumergirse en una sinfonía de texturas, aromas y silencios que hablan más que las palabras.

Las luces, cálidas y discretas, acarician las paredes como un susurro, mientras la ciudad respira afuera sin que logre perturbar la burbuja de placer que se forma dentro. Desde el primer instante aquí se vive una experiencia que baila entre la memoria y el deseo. La mesa era un escenario, y cada platillo, una obra en miniatura con alma y propósito.
Las croquetas de la Yaya, con esa dulzura familiar que evoca infancia y braseros de leña, llegaron como pequeños cofres de nostalgia. Crujientes por fuera, cremosas por dentro, rebosaban jamón ibérico con una generosidad que parecía un homenaje. En cada bocado, la ternura de una abuela imaginaria que cocina con amor y silencio.
Luego, las láminas de Wagyu, tan finas que parecían suspiros, descansaban sobre el plato como un poema apenas escrito. Las virutas de foie gras caían sobre ellas como copos de oro, creando una danza de untuosidad y profundidad que se deshacía en la lengua como un secreto compartido a media voz.
Las ostras gratinadas, audaces y etéreas, me sorprendieron con su vestido de bechamel y migas crujientes. El mar se elevaba en ellas, como una caricia salina y cálida. Cada ostra era una ventana a otra orilla, donde el sabor se vuelve suspiro y el tiempo se detiene.

Disfruté enormemente de los canelones de rabo de toro estofado, con esa melancolía carnosa que recuerda a tardes de otoño en tierras lejanas. La salsa cremosa de trufas abrazaba a los canelones, de manera casi tierna.
Todo estaba acompañado por los vinos escogidos con maestría por Elizabeth, cuya presencia es una danza entre pasión y conocimiento. Sus elecciones armonizan y cuentan otra historia, una que se entrelaza con la del plato y la mía. En sus manos, el vino, con etiquetas como Vivette, es complicidad.
Alinna seduce, envuelve, acaricia. Es un lugar donde el arte culinario se convierte en emoción pura, donde cada plato tiene voz y cada sorbo tiene alma. El fruto del amor de Pablo y Elizabeth, en Alinna me encontré con poesía comestible.

Un lugar increíble, ambiente que te hace soñar ,la comida excelente platillos que te llevan a un mundo de ilusiones,la atención de primer nivel,los meseros muy atentos extraordinario para pasar una tarde deliciosa felicidades a todos
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