Casa Kuri: una odisea Libanesa en ocho tiempos

A través de la gastronomía, el alma puede viajar más lejos que los pies, llevada por aromas que abren puertas a paisajes invisibles, por texturas que despiertan memorias que nunca fueron tuyas… pero que de algún modo reconoces. Así fue mi experiencia en Casa Kuri, un rincón libanés que abre el corazón, como se abre una mesa llena de platillos y cariño en el centro de Beirut, Damasco o cualquier casa donde comer sea una forma de querer.

El menú de degustación fue un ritual. Una celebración íntima y generosa que me envolvió desde el primer bocado. Todo comenzó con un kebab de salmón, delicadamente jugoso, vestido con hojas de col, tomate fresco y una pita que sabía a horno de historia. Era fuego y frescura, tierra y mar enlazados en un solo gesto.

Luego vino el jocoque con ajo, denso y aterciopelado, con esa intensidad que solo logra lo simple hecho con amor. Lo seguían la santa trinidad del Levante: hummus, baba ganoush y jocoque otra vez, como un canto a los contrastes. El garbanzo suave como promesa cumplida, la berenjena ahumada y profunda como una tarde sin prisa, el jocoque claro y firme como una voz que sabe lo que dice.

Los hojas de parra —una rellena de carne, otro de arroz y amor vegano— eran pequeñas joyas envueltas en su propia melancolía. Había algo sagrado en su acidez precisa, en su textura que se deshace como un poema bien leído. El kippe de carne, crujiente por fuera, especiado por dentro, fue un golpe suave de nostalgia prestada. Y el arroz con lentejas y col, ese plato humilde y perfecto, era la abuela de todos los sabores, un plato que reconforta. Las papas con paprika, zatar y jocoque de ajo bailaban entre lo terrenal y lo mágico. Cada bocado era una sacudida de memoria ancestral, como si mi lengua entendiera un idioma olvidado.

Al final de esta experiencia única, llegó el momento dulce. Una constelación de postres que parecían caer lentamente de alguna estrella oriental: baklava crujiente y melosa, dedos de novia con almendras tímidas y azúcar en flor, un pastel de dátil y chocolate oscuro con betabel que fue un eclipse en miniatura. Cada uno más que un postre: una historia.

El cierre perfecto fue el café turco con cardamomo. Denso como una promesa, cálido como una despedida suave, con ese dejo especiado que se queda, como las cosas importantes. En Casa Kuri viví un viaje. Cada plato era un susurro de tierras lejanas, un eco de otros tiempos, otros mundos. Allí, la cocina es conversación, es herencia.


Leave a comment