
La tarde caía dorada sobre Polanco cuando crucé las puertas del Hotel W. En el aire flotaba una promesa: Italia había llegado a la Ciudad de México, no en aviones ni maletas, sino en botellas que contenían siglos de historia, tierra, sol y pasión. El Istituto del Vino Italiano di Qualità – Grandi Marchiconvocaba a una cita con el alma del vino, y cada copa sería una carta escrita desde alguna colina italiana.
Quince bodegas legendarias —Ambrogio & Giovanni Folonari Tenute, Marchesi Antinori, Argiolas, Ca’ del Bosco, Carpenè Malvolti, Col d’Orcia, Donnafugata, Lungarotti, Masi, Michele Chiarlo, Rivera, Tasca d’Almerita, Tenuta San Guido, Tenuta San Leonardo y Umani Ronchi— se dieron cita como viejos amigos que traen consigo los secretos de sus tierras. Cada etiqueta era una historia, una voz, un acento distinto de una misma lengua: la del vino italiano.

El salón respiraba elegancia. Copas alineadas como cristales de una sinfonía, aromas que viajaban sin pasaporte. El primer sorbo me llevó a la Toscana: un Chianti Classico que sabía a piedra antigua y sol persistente. Luego, un vino siciliano de Donnafugata me habló en tonos de azahar y viento marino; su perfume evocaba la isla y su fuego. En la copa siguiente, el espumoso de Ca’ del Bosco burbujeaba con la alegría lombarda, ligero y profundo, como una risa bien educada.
Cada bodega ofrecía su identidad como quien entrega un pedazo de alma. De Masi vino la intensidad del Amarone, noble y oscuro, con esa elegancia que sólo da la paciencia. Tasca d’Almerita trajo la frescura del sur, un equilibrio perfecto entre sol y sombra. Y en Tenuta San Guido, cuna del mítico Sassicaia, el vino se convirtió en poesía líquida: un susurro de bosque, cuero y eternidad.

El evento no era una simple degustación; era un viaje sensorial a través de la península italiana, una peregrinación de copa en copa. Había en el aire un murmullo suave de entusiasmo, conversaciones que se mezclaban con risas y notas de frutas maduras. Cada sorbo era una nota en una melodía compartida entre el vino y el alma.
Lo que distingue a los vinos de Grandi Marchi es su carácter: el respeto por la tierra, la precisión del tiempo, la fidelidad a una tradición que evoluciona. En cada copa se encontraba la huella de generaciones que entienden al vino.
El italiano del vino es universal: se entiende con la sonrisa, con el asombro, con el silencio. El Hotel W, con su atmósfera moderna y su luz tenue, fue el escenario perfecto para esta sinfonía de terroirs. Afuera, la ciudad seguía su curso; adentro, el tiempo se había detenido. Italia había extendido sus viñedos hasta México, y en esa unión de mundos comprendí que el vino es, en esencia, un puente: entre culturas, entre personas, entre momentos que se quedan suspendidos en el recuerdo.