Sabores de altura: Altitude Restaurant

Esa noche, la ciudad de Sydney se desplegaba bajo mis pies como una joya encendida. Un horizonte de luces temblorosas, puentes colosales y velas blancas danzando sobre el agua me acompañaba mientras ascendía por el corazón del Shangri-La, buscando una experiencia que supiera a poesía. Altitude Restaurant me recibió como se recibe a quien ha venido de lejos a encontrarse con la belleza: con sutileza, con respeto, con asombro.

Desde la ventana, el mundo parecía contenido en un cuadro en movimiento: la Ópera como una flor de mármol sobre la bahía, el Harbour Bridge como un trazo de acero que une más que orillas. Pero adentro, el viaje apenas comenzaba. El menú era una carta de amor a la tierra australiana. Cada plato narraba un paisaje, un gesto humano, una historia de respeto por lo que nace y se transforma. Probé un filete de coral trout, pescado uno a uno en las aguas de Queensland, cuyo sabor era tan limpio y honesto como el océano de donde venía. El cordero de Gundagai, libre y silvestre, llevaba en su ternura la memoria de campos abiertos y pastores atentos.

Ideal para una enófila como yo, los vinos fueron protagonistas. Cada copa contaba con un origen, una vendimia, una intención. Pequeños productores, botellas raras, tintos que sabían a tierra caliente y blancos que recordaban la brisa de Tasmania. Los sommeliers, con discreción de poetas, sabían cuándo hablar y cuándo dejar que el silencio dijera “salud”.

Despúes, ascendí aún más, hasta el Blu Bar on 36. Allí, el cielo parecía entrar por las paredes de vidrio y la noche se convertía en una fiesta suspendida. La barra brillaba como una promesa líquida. El bartender, un alquimista moderno, me preparó un cóctel que era mitad océano y mitad bosque. Un trago profundo, con ginebra local y un toque de eucalipto que se quedaba en la lengua como una canción. El ambiente era elegante sin pretensiones, con ese magnetismo que solo tienen los lugares donde todos —locales y viajeros— se sienten parte de algo.

Detrás de cada sorbo, Sydney latía. Las luces en el agua, los reflejos dorados sobre la bahía, las risas suaves que rebotaban en las paredes como si también quisieran quedarse. Aquel momento suspendido entre sabores, alturas y miradas fue una especie de milagro cotidiano. Altitude y Blu Bar son puertas abiertas al alma de una ciudad que sabe mirar, ofrecer y sorprender.

Shangri-La Sydney es un santuario suspendido entre cielo y mar, donde cada detalle parece haber sido pensado para acariciar los sentidos. Su arquitectura elegante se funde con la silueta urbana sin robar protagonismo, pero una vez dentro, el tiempo se ralentiza. En cada rincón del Shangri-La, Sydney se transforma en un poema vertical que se vive desde lo alto, con los ojos abiertos y el alma dispuesta a soñar.


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