
El Hotel Escondido es un espacio que parece surgir no del concreto ni de la tierra, sino del silencio mismo que habita entre las olas y la nostalgia.Un rincón escondido –como su nombre lo grita en susurro– entre las playas vírgenes del litoral oaxaqueño, donde el tiempo se diluye como sal en el aire, y uno se reconcilia con el arte de simplemente ser.
Llegar hasta aquí es una especie de peregrinación interior. Dejé atrás el bullicio de Puerto Escondido y sus arenas salpicadas de tablas de surf y voces jóvenes, para internarme por caminos bordeados de verde intenso, hasta topar con el umbral de este santuario. Villas de Tutupec lo acuna, tierra adentro, entre ramas altas que bailan con el viento. Desde el primer instante supe que nada aquí obedecería a la lógica de la rutina.
Me recibió un sol redondo, perezoso, que se tendía a mis pies como un gato dorado. Y en ese calor suave, vi aparecer las cabañas: dieciséis secretos esparcidos a lo largo de una playa que parecía guardada para mí. Cada una, una cápsula de ensueño con alma propia. Desde su arquitectura hasta los detalles más sutiles –las telas, los colores, los aromas a madera y mar– todo me susurraba lo sutil del lujo descalzo.

Caminé hacia la alberca infinita que se fundía con el horizonte. Me dejé abrazar por el agua tibia mientras el cielo comenzaba a encenderse con pinceladas de rosa y mandarina. Me dejé llevar por el rumor del océano, ese latido profundo que acompasa el alma cuando se detiene lo suficiente como para escucharse.
Hotel Escondido abre sus puertas también a compañeros de cuatro patas, recibiéndolos con la misma calidez que a sus huéspedes humanos. Aquí, las mascotas son bienvenidas a compartir el descanso, el mar y la magia del lugar.

La cocina de Hotel Escondido sedujo hasta el último rincón de mis sentidos. El restaurante del hotel es un altar donde Oaxaca se rinde en sabores, colores y aromas. Probé un mole que sabía a historia; un ceviche tan fresco que parecía haber sido pescado por un poema, y una tlayuda que no necesitaba presentación, porque hablaba por sí sola.
Cada plato era una sinfonía local con acentos del mundo. Todo servido con la calidez humana que ha puesto tan en alto la hotelería mexicana. Mientras cenaba, el cielo entero se deshacía en estrellas, un espectáculo de colores al son del rugir de las olas del mar.
Los días en Escondido no se cuentan: se sienten. Cada amanecer era un regalo, cada atardecer, un poema escrito por la brisa. No hubo prisa, ni notificaciones, ni relojes. Sólo el aquí y el ahora, latiendo con fuerza en cada rincón.