Desde la Casa de la Playa con Amor

En el corazón de la Riviera Maya, donde el Caribe murmura en tonos turquesa y la selva respira con el ritmo antiguo de la tierra, descubrí un santuario que no se visita, se vive: La Casa de la Playa.

Todo en este paraíso parece hecho para quedarse plasmado en mi memoria. No hay ostentación, solo una elegancia silenciosa que se siente más como un abrazo que como un lujo. Las 63 suites son refugios de diseño surreal, templos íntimos donde la piedra, la madera y la brisa se combinan como si el hotel hubiese brotado de la misma tierra. El mar entra por los ventanales sin pedir permiso, y los días se escurren entre cielos de fuego y noches con aroma a cacao y misterio.

En La Casa de la Playa, cada detalle cuenta una historia. Todas esas historias se entrelazan con el alma mexicana. Desde la bienvenida, con sonrisas sinceras y un servicio que no se impone, sino que acompaña, supe que estaba en un lugar donde la hospitalidad no es un gesto: es una filosofía.

La gastronomía es uno de los elementos esenciales de mi estancia en este edén. Esto lo entendí en XAL, un espacio donde los sentidos se rinden ante la creatividad del chef Andoni Luis Aduriz. Su propuesta es un viaje, una travesía por los sabores que cruzaron océanos y siglos. Inspirado en la Ruta de Manila, cada platillo es un encuentro inesperado entre Asia, México y Europa. Comer aquí es un acto de descubrimiento, un diálogo entre lo ancestral y lo que aún no tiene nombre. El maridaje de los vinos fue hecho de forma exquisita por la sommelier Sandra Fernandez, quien logró combinar las texturas, sabores y aromas de forma sublime.

Esta es una de las muchas joyas de la experiencia culinaria del resort. La Casa de la Playa abre la puerta a un universo de sabores, con acceso a más de veinte restaurantes entre Hotel Xcaret México y Xcaret Arte. Es como tener el mapa de un tesoro infinito, donde cada noche puede ser un banquete distinto, y cada chef un narrador con fuego y sazón en las manos.

Más allá del paladar, está el privilegio de lo invisible: el transporte exclusivo que parece hecho para que no se rompa el encanto, el acceso preferente a los parques de Xcaret, y esa sensación constante de que todo ha sido pensado con amor, con tiempo, con un respeto profundo por la cultura y el entorno. Aquí, el lujo es saber que cada experiencia ha sido tallada con la paciencia de un artesano.

El alma también encuentra su refugio en el Muluk Spa, un santuario escondido entre rocas, agua y aromas que despiertan memorias ancestrales. Allí, el tiempo se disuelve como incienso, y el cuerpo se entrega al arte de la sanación. Los faciales, elaborados con ingredientes naturales y rituales inspirados en tradiciones mexicanas son caricias profundas que renuevan desde adentro. Entre jade, cacao, miel y obsidiana, la piel resplandece, pero más aún, el espíritu se aquieta. En Muluk, el cuidado es sagrado, y cada sesión es un reencuentro con uno mismo.

Durante mi estancia, me sentí parte de un sueño colectivo. Uno en el que la naturaleza es celebrada y donde el silencio se mezcla con el canto lejano de un ave tropical, donde cada rincón me invita a sentarme y simplemente… respirar. Al despedirme, llevé conmigo algo más que recuerdos. Me llevé la certeza de que hay lugares que, sin proponérselo, nos cambian. Lugares que no se recorren con los pies, sino con el alma. La Casa de la Playa es uno de esos: un poema vivo que celebra lo mejor de México y lo comparte al mundo.


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