
La seducción comenzó mucho antes de probar el primer bocado, en el susurro de la brisa y el murmullo lejano de la música en Ramona. El restaurante insignia del espectacular hotel Nizuc, es aquí donde la cocina mexicana se desnuda de artificios y se viste de alma. Bajo un cielo de terciopelo, con la brisa del Caribe acariciando las velas y un cuarteto envolviendo el aire con notas suaves, me entregué al viaje sensorial de su menú de degustación, copa de vino rosado en mano, sin más propósito que dejarme llevar.

Cada platillo fue una historia contada en voz baja, con respeto por los ingredientes y una reverencia silenciosa a las raíces de la tierra. Inicié con un tamal colado de textura etérea, casi como una nube caliente sostenida por la fragancia de la hoja santa. El queso de cabra se derretía como un susurro al fondo, aportando esa nota de profundidad que acariciaba el alma más que al paladar.
Después llegó el tuétano, glorioso en su desmesura, acompañado de escamoles que parecían danzar sobre un lecho de fideo seco. Había en ese plato una sensualidad casi antigua, una celebración del fuego y la grasa, de la tierra y el insecto, elevada al nivel de arte sin pretensión. Cada bocado era un equilibrio entre la intensidad y la caricia, entre lo ancestral y lo atrevido.
El mar también tuvo su momento sagrado: un bogavante delicadamente cocido, cubierto con perlas negras de caviar que brillaban como promesas, servido junto a un esquite de maíz criollo que era un acto poético por sí mismo. El dulzor del grano, el yodo del mar, la untuosidad perfecta: una trinidad de sabor que hizo al tiempo detenerse.
Un manjar único, el siguiente platillos fue el cordero. Oscuro, jugoso, bañado en una salsa de cerveza que parecía haber sido cocida durante horas en un caldero de alquimia. Lo acompañaba un cuernito de papa, dorado por fuera y suave por dentro. Un platillo con carácter, pero sin estridencias; lleno de fuerza, pero fiel al arte de la delicadeza.

A mi lado, la música flotaba como incienso. La voz de los cantantes y sus guitarras, era la banda sonora perfecta de una noche que parecía fuera del calendario. Cada trago de vino rosado refrescaba el alma con su acidez juguetona y su color de tarde infinita.
En Ramona, cada platillo tiene memoria, cada ingrediente tiene voz, y cada momento se convierte en parte de ti. Cada instante fue un ritual, un reencuentro con la cocina como arte, como lenguaje, como herencia viva.
