
Bajo el cielo generoso de Punta Mita, donde el océano besa la tierra con un murmullo eterno, entre palmas que danzan con la brisa y senderos perfumados por bugambilias, se alza The St. Regis Punta Mita como un poema arquitectónico que honra la esencia de México.
Todo comienza con el silencio. Un silencio profundo, que no es ausencia de sonido, sino presencia de paz. Desde el primer instante, la atmósfera me envolvió como un susurro de bienvenida. La mirada se pierde en el horizonte donde el mar se tiñe de azul cobalto y el alma, casi sin permiso, se rinde ante tanta belleza.

Las texturas del lugar —maderas cálidas, tejidos artesanales, cerámicas que parecen contar historias antiguas— se entrelazan con una arquitectura que abraza lo auténtico sin renunciar a lo sofisticado. Es un equilibrio perfecto entre lo rústico y lo divino, entre lo que se siente como casa y lo que se revela como descubrimiento.
Mi suite, un santuario de calma, se abría al jardín como si fuera parte de él. El canto de las aves, la brisa perfumada y la promesa de un día sin prisas me acompañaron mientras el servicio impecable del mayordomo de St. Regis me recordaba que aquí, cada detalle es un acto de cariño.
Una de las sorpresas más dulces fue descubrir que este edén también abre sus brazos a nuestros compañeros de cuatro patas. Mi perrita Yuki fue recibida con la misma calidez que yo: una camita mullida la esperaba en la habitación, acompañada de juguetes nuevos y premios que la hicieron mover la cola de felicidad. Sentí que no solo nos hospedábamos, sino que nos cuidaban, con una atención amorosa que pocas veces se encuentra. Aquí, la hospitalidad es inclusiva, auténtica, y profundamente generosa.
Las horas se deshicieron entre experiencias sensoriales, como una caminata por la playa al atardecer, cuando el sol se esconde lentamente, como si también quisiera quedarse. Pero fue en la mesa donde la poesía alcanzó su clímax.

En Sakana, el arte Nikkei me sorprendió con una sutileza que emocionaba. Sushi que parecía pintado a mano, sashimi que se deshacía como un suspiro, y cócteles que hablaban en lenguas exóticas. Cada bocado era un viaje, una caricia al paladar.
Y luego, la cena bajo las estrellas en Mita Mary. El mar como telón de fondo, los pies rozando la arena, y los sabores —cálidos, intensos, luminosos— como protagonistas de una historia que no quería terminar. La pesca del día, preparada con inspiración mediterránea y alma mexicana, parecía capturar en su sabor la esencia misma del Pacífico.
The St. Regis Punta Mita es una emoción sostenida. Una danza entre el tiempo y la naturaleza. Un refugio donde uno se reencuentra consigo mismo entre texturas, aromas y paisajes que parecen salidos de un sueño eterno.
